04 junio, 2009

Jean Genet, poesía y delito (II)

Jean Genet, delincuencia y probidad
La barrera entre crimen y santidad es sorprendentemente frágil. Habría que definir mejor esta frontera que se desdibuja hasta desaparecer. La autoridad que se arroga un concilio o cónclave es tan arbitraria en este terreno, que bien arduo resulta decidir la proporción de la cuota de aciertos y flagrantes desmanes. Del crimen mismo ha echado mano la Iglesia a la hora de imponer sus criterios, de blindar sus dogmas. En muchos casos los criminales social, judicialmente condenados, están revestidos de tales resplandores de bondad, que de ninguna manera cerraremos filas contra ellos. Los magnates del Medievo han impuesto la aureola avalada por el catolicismo a sus favoritos. Príncipes, herederos de grandes fortunas cebados en la opulencia lucrada del despojo, cantera del santoral venerado sobre palanquines y en hornacinas en las catedrales y las más humildes parroquias de nuestras aldeas por la feligresía miserable de siempre. El viático para alcanzar el cielo sólo puede ser sufragado por las cortes palaciegas, concedido a sus cortesanos. La santidad no está al alcance del pueblo raso, nunca lo estuvo. La opulencia, el boato del Vaticano es ya una advertencia. Así, las reliquias consagradas, milagrosas, deben haber hecho carrera y ser promovidas siempre por el lobby santificador sin excepción, respaldadas siempre por el irresistible argumento de la hacienda. De más está agregar que el aparato legal que rige a seglares es fiel copia de este esquema. Nuetras leyes juzgan y condenan por este mismo rasero. La humildad es ya estimada como indicio de culpa. La riqueza es infalible atenuante de cualquier reprobación.

Nuestro comediante y mártir, Jean Genet, declara no haber delinquido por rebeldía. Entre otras razones, lo hizo para comer, como lo haría un gato callejero, un perro abandonado, cualquier desheredado de los dioses dispensadores de la gloria en la tierra. El poeta, el comediante condenado a cadena perpetua viene a rebelársenos de una sensibilidad casi morbosa, de una impudicia inocente, de una solidaridad ejemplar. Haberse conocido y asumido sin reserva, tenaz camino de iniciación en la comprensión de los hombres, de su fornida debilidad, su ruda poesía.

La represión espiritual opera de la manera más brutal que quepa concebirse. Es explícita y agrede aun el cuerpo. Hablo desde un tiempo y lugar en que habría de presuponerse cierta tolerancia de maneras, contemporizar. Espejismo. Mientras en la historia del hombre medie el vil criterio mercantil de valores, se hablará de réprobos, serán sometidos a triste exclusión de pulmones que osen respirar con libertad. Toca contener el aliento, convenir en la zalema: no es ésta ciertamente la historia de Jean Genet, valiente.

Estimo que vale la pena desafiar a los espantapájaros. Es absolutamente lícito resistir. Morir en la exclusión, no codiciar la consagración contemporánea, ni aun la posteridad. Groucho Marx decía algo a este respecto: “¿Por qué debo hacer algo por la posteridad?, ¿qué ha hecho la posteridad por mí?”

Amigos, ajústense el cinturón de seguridad: estamos ante un hombre libre. Genet no transige. Desnudo ha dicho: “Heme aquí. Soy un hombre, el hombre”. Quisiera azuzar a los poetas de mi tiempo, y a los que vendrán, contra los gendarmes de la obsecuencia. Desobedece, te digo, si desde las profundidades de tu alma ilustrada, un llamado superior te reclama. Renuncia al premio, desecha los reflectores de la escena bufa, siempre que a cambio se te exija la castración: tus pelotas son lo único que vale ante los exquisitos, los agudos, las exigentes conciencias éticas y estéticas de todos los tiempos.

Respira, poeta de tan profundas fidelidades. Aquí celebro a Genet. Es un honor tenerlo en este espacio. Si bien puedes en otra parte saber acerca de él, me permitiré una reseña suya.

Jean Genet, hijo de una prostituta, de padre desconocido, vino a este mundo en el número 22 de la Rue d'Assas (aquí ciertamente estaba la maternidad de beneficencia) el 19 de diciembre de 1910. A los siete meses y diecisiete días de nacido, fue abandonado por su madre. Pupilo de la Asistencia Pública bajo el número 192.102. Dos días después la custodia del niño recayó en la familia conformada por Eugenie y Charles Regnier, de Alligny-en-Morvan. Aquí fue bautizado, católicamente educado, llegando a cantar en una coral hasta ser “niño del coro.”

Su precoz carrera delincuencial se inicia a los diez años. Sorprendido entonces en flagrancia es enviado a una Maison de correction. Su adolescencia será una larga historia de procesos por robo y prostitución homosexual. El poeta del robo, de la homosexualidad, del crimen y de la traición responde:
─ ¿Alguna vez ha sentido interés por las mujeres?
─ Sí, me han interesado cuatro: la Virgen María, Juana de Arco, María Antonieta y Madame Curie.
─ Nos referimos a un interés sexual.
─ No, jamás.(...) Estoy consciente de que ahora la homosexualidad es vista favorablemente en los círculos seudoartísticos. (...) En mi infancia estaba consciente de que me atraían los niños. (...) Lo único que me quedaba era convertirme en santo, sólo eso; en otras palabras, en una negación del hombre.1

A los dieciséis años de edad (2 de septiembre de 1926) es recluido en la penitenciaría de Mettray, y ya no saldrá de prisión hasta la mayoría de edad. Lleva una vida de vagabundo en Francia y España. En 1942 cae de nuevo en prisión, esta vez en Fresne, donde escribe el bello y potente poema (260 versos) Le Condamné à mort. En prisión escribe Notre-Dame des Fleurs (1946).

Jean, que ha estado entrando y saliendo de la cárcel, pagando penas por distintos delitos, llega a ser condenado a cadena perpetua. Así ha escrito y publicado varios libros. Su renombre literario es irrefragable. El 15 de febrero de 1943 ha sido presentado a Cocteau, que lo declara “el más grande escritor de la modernidad”.

El artículo de Cocteau y el concurso prestado por prestigiosas figuras intelectuales de la época, entre los que se cuentan Sartre y Picasso, inciden en las altas esferas, al punto que su condena es conmutada en 1946 por el mismo Vincent Auriol, presidentede Francia. Antes su pena había sido reducida a cuatro meses, al cabo de los cuales, sin embargo, en lugar de ser puesto en libertad, se lo encierra en el tétrico campo de Tourelles, antesala de los campos de concentración.

De modo que durante la ocupación nazi, Genet es un convicto recurrente que, en prisión, ha estado escribiendo una de las más suntuosas literaturas de nuestro tiempo. Les Bonnes (1947) lo coloca en la vanguardia del mejor teatro de entonces, el movimiento llamado teatro del absurdo. Le journal du voleur, novela autobiográfica, es de 1949. Habría que agregar otras, pero me abstendré de fatigar al lector con ello. En 1983 le fue concedido el Grand Prix de Lettres.
Genet es un hombre tenazmente comprometido con la causa de minorías que batallan por igualdad de derechos, un combatiente. Al lado de Marguerite Duras, reaccionando contra las condiciones inhumanas de los trabajadores inmigrantes, ocupan la sede de la CNPF(10 de enero de 1979). Genet recibe de los Estados Unidos una solicitud de apoyo a la demanda de libertad de ciertos miembros de los Black Panthers, movimiento por la igualdad de derechos de la población negra, que se hallan bajo arresto. El poeta no se limita a firmar la solicitud: decide viajar a batallar en el lugar de los hechos. Los gringos le niegan la visa de entrada. El 1 de marzo de 1970, Jean entra clandestinamente desde Canadá. Permanece en los Estados Unidos un par de meses. El 1 de mayo, en el campus de la Universidad de Yale, los estudiantes y el movimiento rebelde escuchan de sus labios el que puede ser su más importante discurso. Las autoridades lo buscan como sabuesos azuzados por el hambre o el odio. El 3 de mayo abandona el país.
De vuelta en Francia, participa activamente en jornadas de protesta en defensa de los inmigrantes magrebís.

En estos días en que el poder judío a varias escalas devenga una diarrea de reconocimientos (y divisas oh, sí) por publicaciones, discos y películas que recrean el manoseado “holocausto”, acaso convenga retrotraernos a ciertos días de 1982, días en que el pueblo de Israel no es justamente la víctima. Genet nos ha legado un macabro testimonio de la masacre de que fue objeto la población de refugiados palestinos en Líbano. Se trata de Cuatro horas en Sabra y Chatila, un documento producido in situ. Jean Genet viajó los días 16 y 17 de ese tenebroso septiembre al lugar de los hechos, con que fue uno de los primeros (y pocos) occidentales que vieron el horror del cobarde genocidio.

El 12 de marzo de 1964 es encontrado el cadáver del joven equilibrista Abdallah Betanga. Se había abierto las venas. Tenía 26 años. Genet lo había conocido en 1956, y debió vender los derechos de Les rêves interdits para cubrir el costo de los cursos del acróbata. Poco después del entierro, moralmente derribado por el impacto, Jean informa que ha quemado sus manuscritos, que abandona la literatura.
En 1974 conoció en Tanger al que será su último amante, Mohamed El-Katrani.

En 1965 Bernard Frechtman, su agente literario americano y él tienen enfrentamientos. En marzo de 1967 Frechtman, este amigo de confianza del poeta, se suicida luego de una crisis depresiva prolongada.

Tildado inicialmente de pornógrafo, nuestro autor celebra “ces humeurs bouleversantes, le sang, le sperme et les larmes”. Y agrega: “Sans doute, l’une des fonctiones de l’art est elle de substituer a la foi religieuse l’efficace de la beauté. Au mons cette beauté doit-elle avoir la puissance d’un poème, c’est-à-dire d’un crime”.2

"Ahora creo que si mis libros estimulan a los lectores sexualmente es porque están mal escritos: la emoción poética debería ser tan fuerte que ningún lector sintiera un estímulo sexual. En cuanto a que mis libros son pornográficos, no los rechazo por ello. Sólo respondo que me faltó gracia."4

El 25 de abril de 1986 en Larache (Marruecos) fue sepultado Jean Genet.

“En la vida del hombre sólo existen algunos destellos. Todo lo demás es grisura.”3
Stanislas Valois Aragón

El condenado a muerteA Maurice Pilorge
asesino de veinte años

(Fragmento)El viento arrastrando un corazón sobre el adoquinado de los patios
un ángel que solloza colgado de un árbol
la columna de azur que ciñe el mármol
hacen abrir en mi noche salidas de emergencia.

Un pajarillo que muere y el sabor a ceniza
el recuerdo de una mirada dormida sobre el muro
y ese puño adolorido que amenaza el cielo
hacen que se incline tu rostro en el cuenco de mi mano.

Ese rostro más rígido y más leve que una máscara
pesa más en mi mano que en los dedos del reducidor
la joya que se embolsilla; él se ahoga en llanto.
Sombrío y fiero, lleva un ramo verde como casco.

Tu rostro es adusto: el de un pastor griego.
Se queda temblando entre la palma de mis manos.
Tu boca es la de una muerta, tus ojos, rosas
y tu nariz es acaso el pico de un arcángel.

El hielo destellante de un pudor malévolo
que recubre tus cabellos claros de astros acerados
corona tu frente de espinas de rosal
¿qué gran pena lo ha fundado si tu rostro canta?

Dime qué loco infortunio hace relumbrar tu mirada
de una desesperación tan grande que el dolor feroz,
perturbador, él mismo, ¿¡personalmente!? adorna tu redonda boca
no obstante tus lágrimas heladas, con una sonrisa de duelo.

No cantes esta noche los “Costauds de la Lune”.
Seas antes, rapazuelo de oro, princesa de una torre
soñando melancólico con nuestro pobre amor
o el obtuso rubio que vela en la gavia.

Él baja hacia el anochecer a cantar en el puente
entre los marineros de rodillas, el habitual
L’Ave Marie stella”. Cada navegante con su verga
que palpita en su mano de pícaro.

Para ensartarte bello zopenco aventurero
se enristran bajo su pantalón los fornidos marineros.
Amor mío, amor mío, robarás tú las llaves
que me abrirán ese cielo en que vibran los mástiles.

Tal tú diseminas, regio, el blanco sortilegio,
esta nieve sobre mi página en mi callada prisión:
los terrores, la muerte entre las violetas
¡la muerte con sus cantos de gallo! sus amantes fantasmas.

Con pies afelpados pasa un guardia que merodea.
Yace en mis ojos hundidos tu recuerdo
hasta podría escaparse por los techos
dicen que Guyana es tierra caliente.

¡Oh el acogedor presidio imposible, remoto!
Oh, el cielo de la Belle, el mar y las palmeras
los amaneceres transparentes, las noches de locura y de calma
oh, el pelo al rape y la piel suavísima.

Soñemos juntos, Amor, con algún amante rudo
enorme como el Universo, envuelto en sombras.
Nos enredará desnudos en esos albergues sombríos
entre sus muslos dorados, sobre su vientre irresistible.

Un chulo deslumbrador consumado en un arcángel
cachondo ante los ramos de claveles y jazmines
que sostendrán tus manos claras
sobre el venerado flanco que tu beso turba.

¡Mi mueca triste! ¡Amargura que colma
mi desdichado corazón! ¡Mis amores aromados
ya me dejan! ¡Adiós cojones adorados!
¡Por encima de mi voz entrecortada partes pinga insolente!

¡Rapaz, no cantes, compón tu aire forajido!
Sé la viuda de radiante cuello
si no temes al niño armónico
muerto en mí mucho antes que el hacha me decapite.

Venerable muchacho coronado de lilas
inclínate en mi cama, deja que mi rabo alcance
a restallar en tu broncínea mejilla. Escucha relatarte
a tu amante el asesino su gesta en mil destellos.

Canta que tenía tu cuerpo y tu rostro,
tu corazón que no abrirían las espuelas
de un macizo caballero. ¡Tener tus redondas rodillas!
Tu cuello fresco, tu mano suave, ¡ay chaval, tener tus años!
Traducción Leo Castillo

El diario de un ladrónHacia lo que se denomina el mal, por amor, corrí una aventura que me condujo a la cárcel. (…) Los juegos eróticos descubren un mundo innominable que es revelado por el lenguaje nocturno de los amantes. Semejante lenguaje no se escribe. Se susurra, de noche, al oído, con voz ronca. Al amanecer, se olvida. Negando las virtudes de vuestro mundo, los criminales aceptan, desesperadamente, organizar un universo prohibido. Aceptan vivir en él. Su atmósfera es nauseabunda: saben respirarla. Pero ─ los criminales están lejos de vosotros ─ como en el amor, se separan y me separan del mundo y de sus leyes. El suyo huele a sudor, a semen y a sangre. Ofrece, en fin, la abnegación a mi alma sedienta y a mi cuerpo. Porque posee estas condiciones de erotismo es por lo que me encarnicé en el mal. Mi aventura, en ningún momento impuesta por la rebeldía ni por la reivindicación, no será, hasta este día, más que un prolongado apareamiento, recargado, complicado con un pesado ceremonial erótico (ceremonias figurativas que llevan a presidio y lo anuncian). Si es la sanción y, para mí, también la justificación del crimen más inmundo, será el signo del más extremo envilecimiento. Este punto definitivo al que conduce la reprobación de los hombres apareciósele como el lugar ideal de la más pura armonía amorosa, es decir, la más turbia, donde se celebran ilustres bodas de ceniza. (…) Ofrecía pues, a los presidiarios, mi ternura, quise llamarlos con nombres encantadores, designar sus crímenes, por pudor, con la más sutil metáfora (bajo cuyo velo no habría ignorado la suntuosa musculatura del asesino, la violencia de su sexo). (…) Y cada flor me produce una tristeza tan solemne que todas deben significar la pesadumbre, la muerte. Busqué, pues, el amor en función del presidio. Cada una de mis pasiones me hizo esperarlo, entreverlo; me ofrece criminales, me ofrece a ellos o me invita al crimen. (…) Los más hermosos son los que se ven adornados con mi ternura, aunque no olvido a los contrahechos, a los descoyuntados.
Ha sido necesario, me digo, que el crimen vacile mucho tiempo antes de conseguir el perfecto éxito que son Pilorgue o Ange Soleil. Para rematarlos (¡la palabra es cruel!) fue necesario el concurso de coincidencias numerosas: a la belleza de su rostro, a la fuerza y elegancia de su cuerpo debían sumarse su gusto por el crimen, las circunstancias que hacen al criminal, el valor moral capaz de aceptar un destino tal, el castigo, en fin, la crueldad de éste, la cualidad intrínseca que permite al criminal resplandecer en él, todo esto dominado por oscuras regiones. El héroe combate contra la noche y la vence, pero conserva algunos jirones de ella. La misma vacilación, la misma cristalización de dichas preside el éxito de un policía puro. A ambos los amo. Pero si amo su crimen es por lo que conlleva de castigo, “de pena” (pues no puedo suponer que no la han entrevisto). Uno de ellos, el antiguo boxeador Ledoux, contestó, sonriendo, a los inspectores: “Antes de cometerlos es cuando habría podido lamentar mis crímenes”) en la cual quiero acompañarlos para que, de todas maneras, se vean colmados mis amores.
En este diario no quiero camuflar las demás razones que me hicieron ladrón, siendo la más simple la necesidad de comer; sin embargo, en mi elección no intervinieron jamás la rebeldía, la amargura, la cólera ni ningún otro sentimiento parecido. Con un cuidado maníaco, “un cuidado celosos”, preparé mi aventura como se prepara un lecho, una habitación para el amor: el crimen me ha encelado.
LLAMO VIOLENCIA a una audacia en reposo enamorada de los peligros. Se la distingue en una mirada, una forma de caminar, una sonrisa, y es en vosotros en quienes produce oleajes. Os desconcierta. Esta violencia es una calma que os agita. A veces se habla de “un tío con facha”. Los rasgos delicados de Pilorgue eran de una violencia extremada. Su delicadeza era más que nada violenta. Violencia del dibujo de la mano única de Stilitano, inmóvil, sencillamente apoyada en la mesa, que volvía inquietante y peligrosos el reposo. He trabajado con ladrones y rufianes cuya autoridad me arrastraba, pero pocos se mostraron verdaderamente audaces cuando el que más lo fue ─ Guy ─ carecía de violencia. Stilitano, Pilorgue, Michaelis eran cobardes. Y Java. Emanaba de ellos, aún en reposo, inmóviles y sonrientes, por los ojos, por las narices, la boca, el hueco de la mano, la bragueta henchida, por el brutal montículo de la pantorrilla bajo la sábana o la tela, una cólera radiante y sombría, visible en forma de vaho.
Pero casi siempre, nada la pone de manifiesto sino la ausencia de signos habituales. El rostro de René es encantador al principio. La curva cóncava de la nariz le da un aspecto travieso, pero la palidez plomiza de la cara es inquietante. Los ojos son duros, los gestos calmosos y seguros. En los meaderos golpea tranquilamente a los maricas, los cachea, los desvalija; a veces, como golpe de gracia, les da con el tacón en la jeta. No me gusta, pero su calma me subyuga. Actúa, en la más turbadora oscuridad, al lado de los meaderos del césped, de los bosquecillos, bajo los árboles de los Campos Elíseos, junto a las estaciones, en la puerta Maillot, en el Bosque de Bolonia (siempre de noche) con una seriedad desprovista de romanticismo. Cuando vuelve, a la dos o a las tres de la mañana, lo noto aprovisionado de aventuras. Cada parte de su cuerpo, participó en ellas: sus brazos, sus piernas, su nuca. Pero él, ignorante de estas maravillas, me las cuenta en lenguaje concreto. Va sacando del bolsillo las sortijas, las alianzas, los relojes, botín de la noche. Los mete en un vaso grande que pronto estará lleno. No le extrañan ni los maricas ni sus costumbres: éstas no existen sino para facilitarle los golpes.
(…) Ahora que estoy escribiendo, pienso en mis amantes. Querría verlos embadurnados con mi vaselina, con esta suave materia, un poco mentolada. Querría que sus músculos estuvieran inmersos en esta delicada transparencia sin la cual sus más caros atributos son menos hermosos.
Cuando se pierde un miembro, me dicen, el que queda se hace más fuerte. Esperaba yo que el vigor de su brazo cortado se hubiera acumulado en el sexo de Stilitano. Imaginé durante largo tiempo un miembro sólido, aporreador, capaz de la peor de las desfachateces, aunque al principio me intrigase lo que de él me permitía conocer Stilitano: el pliegue único, pero curiosamente preciso, sobre la pierna izquierda de su pantalón de tela azul. Quizá este detalle hubiera obsesionado menos mi imaginación si a cada momento Stilitano no se hubiera llevado la mano izquierda ahí, y si no hubiera pellizcado delicadamente, con las uñas, el tejido, igual que las señoras cuando hacen una reverencia, marcando el plegue. No creo que perdiera nunca la sangre fría, pero frente a mí estaba especialmente tranquilo. Con ligera sonrisa impertinente, pero con negligencia, miraba cómo le adoraba yo. Sé que me amará.

Antes de que franquera, con la cesta en la mano, la puerta de nuestro hotel, yo estaba tan conmovido que besé a Salvador en la calle, pero él me apartó:
─ ¡Estás loco! ¡Van a tomarnos por mariconas!1
Hablaba bastante bien el francés, que había aprendido en el campo, en Parpiñán, adonde iba a vendimiar. Ofendido, me aparté de él. Tenía la cara violeta, del color de los repollos que se recogen en invierno. Salvador no sonrió. Estaba escandalizado. “ No merecía la pena ─ debió de pensar ─ que me levantara tan temprano para mendigar por la nieve. Jean no sabe comportarse.” Tenía el pelo hirsuto y mojado. Tras la vidriera había rostros que nos contemplaban, pues el bajo del hotel estaba ocupado por la gran sala de un café que daba a la calle, y que había que atravesar para subir a las habitaciones. Salvador se limpió la cara con la mano y entró. Yo vacilé. Entré a mi vez. Tenía veinte años. Puesto que posee la limpidez de una lágrima, ¿por qué no iba yo a beberme con el mismo fervor la gota que oscila en el borde de la nariz? Ya estaba lo bastante entrenado en rehabilitar lo innoble para hacerlo. Si no hubiera temido indignar a Salvador lo habría hecho en el café. Él, sin embargo, sorbió, y adiviné que se tragaba los mocos. Con la cesta al brazo, por entre los mendigos y los maleantes, se dirigió hacia la cocina. Iba delante de mí.
─ ¿Qué te pasa? ─ dije.
─ Te estás haciendo notar.
─ Y ¿qué hay de malo en ello?
─ No hay que besarse así, en la calle. Esta noche, si quieres…
Dijo todo con una mueca sin gracia y el mismo desdén. Yo sólo había querido testimoniarle mi gratitud, reconfortarlo con mi pobre ternura.
─ Pero, ¿qué te has creído?
Alguien lo empujó sin pedir perdón y me separó de él. No lo seguí hasta la cocina. Me acerqué a un banco donde había un sitio libre cerca de la estufa. Poco me preocupaba saber cómo, aunque loco por la belleza vigorosa, podría enamorarme de este mendigo piojoso y feo, maltratado por los menos osados, prendarme de sus nalgas angulosas… ¿y si, por desgracia, tuviera un sexo magnífico?
(…) No formábamos bandas peor o mejor organizadas, pero en aquel gran desorden sucio, en el centro de un barrio que apestaba a aceite, a orina y a mierda, algunos hombres perdidos se ponían en manos de otro de otro más hábil. Tanta miseria centelleaba con la juventud de muchos de nosotros, y con ese brillo más misterioso de algunos que relumbraban de verdad, chavales cuyo cuerpo, mirada y gestos están cargados de un magnetismo que nos convierten en objetos suyos. Y de este modo fui fulminado por uno de ellos. Para hablar mejor de Stilitano, el manco, esperaré algunas páginas. Sépase ante todo que no lo adornaba ninguna virtud cristiana. Todo su fulgor, su poderío le dimanaban de entre las piernas. Su verga, y lo que la completa, todo el aparato era tan hermoso que no puedo llamarlo más que un órgano generador. Estaba muerto, creíais, pues se alteraba raramente, y lentamente: velaba. Elaboraba en la noche de una bragueta bien abotonada, aun cuando lo fuese por una sola mano, esa luminosidad en la que resplandecerá su portador.
Mis amores con Salvador duraron seis meses. No fueron los más embriagadores pero sí los más fecundos. Había logrado amar el cuerpo enclenque, el rostro gris, la barba rala y ridículamente dispuesta. Salvador miraba por mí, pero por la noche, a la luz de una vela, buscaba yo en las costuras de su pantalón los piojos, nuestros familiares. Los piojos eran nuestros inquilinos. Daban a nuestra ropa una animación, una presencia que, al desaparecer, la dejaban como muerta. Nos gustaba saber ─ y sentir ─ pulular a los bichos traslúcidos que, sin estar domesticados, eran tan nuestros que el piojo de otro que no fuéramos nosotros dos nos daba asco. Nos los quitábamos, pero con la esperanza de que, en el día, las liendres se hubieran abierto. Con nuestras uñas los aplastábamos sin asco y sin odio. No tirábamos el cadáver ─ o despojo ─ al vertedero, lo dejábamos caer, sangriento de nuestra sangre, en nuestra desaliñada ropa interior. (…) Habiendo llegado a ser tan útiles para el conocimiento de nuestra insignificancia como las joyas para el conocimiento de eso que se llama triunfo, los piojos eran valiosos. Eran a un tiempo nuestra vergüenza y nuestra honra. He vivido mucho tiempo en una habitación sin más ventanas que un montante que daba al corredor, en la que, por la noche, cinco caritas, sonrientes o crispadas por el anquilosamiento de una postura incómoda, empapadas de sudor, buscaban a esos insectos de cuya virtud participábamos. Estaba bien que yo fuese el amante del más pobre y del más feo en el fondo de tanta miseria.
(…) Que los mendigos cultiven las llagas es también, para ellos, el medio de conseguir algo de dinero ─ lo justo para vivir ─ pero si a ello los condujo una apatía dentro de la miseria, el orgullo que se necesario para mantenerse por fuera del desprecio, lo despanzurra. Adentrándose más en la abyección, el orgullo será más fuerte (si ese mendigo soy yo mismo) cuando posea la ciencia ─ fuerza o flaqueza ─ de aprovecharme de un destino tal. Es preciso, a medida que esta lepra me va ganando, que la gane yo a ella y que yo gane. Así pues, ¿me iré haciendo cada vez más innoble, cada vez más objeto de asco, hasta el punto final que es aún no sé qué pero que debe ser recogido por una búsqueda estética tanto como moral? La lepra, a la que comparo nuestro estado, provocará, dicen, una irritación de los sentidos; el enfermo se rasca: se encela. En el erotismo solitario la lepra se consuela y canta su dolor. La miseria se encumbraba. Paseábamos por España una magnificencia secreta, sin arrogancia. Nuestros gestos eran cada vez más humildes, cada vez más apagados, a medida que era más intensa la brasa de humildad que nos hacía vivir. Así se desarrollaba mi talento al dar un sentido sublime a tan pobre apariencia. (No hablo aún de talento literario.) Ello me habrá sido una disciplina muy útil, que me permite todavía sonreír tiernamente a los más humildes entre los detritos, ya sean humanos o materiales, y hasta las vomitadoras, hasta la saliva que dejo corre sobre el rostro de mi madre, hasta a vuestros excrementos. Conservaré dentro de mí mismo la idea de mí mismo mendigando.
Me quise semejante a esa mujer que, ocultándose de la gente, conservó en su casa a su hija, una especie de monstruo horrendo, deforme, que gruñía y andaba a cuatro patas, estúpido y blanco. Al dar a luz, su desesperación fue tal, sin duda, que se convirtió en la esencia misma de su vida. Decidió amar a ese monstruo, amar la fealdad salida de su vientre, en el que se había elaborado, y erigirla devotamente. Fue dentro de sí misma donde dispuso un altar en que conservaba la idea del monstruo. Con cuidados piadosos, manos suaves a pesar de los callos de las faenas cotidianas, con el encarnizamiento voluntarioso de los desesperados, se opuso al mundo, opuso al mundo el monstruo que adquirió las proporciones del mundo y de su potencia. A partir del monstruo se fueron ordenando nuevos principios, combatidos sin tregua por las fuerzas del mundo, que venían a chocar con ella pero se paraban en las paredes de su morada, donde estaba encerrada su hija.2
Pero, como había que robar a veces, conocíamos también las bellezas claras, terrestres, de la audacia. Antes de dormirnos, el jefe, el jinete, nos daba consejos. Con documentación falsa, por ejemplo, íbamos a diferentes consulados a fin de ser repatriados. El cónsul, enternecido o aburrido por nuestras lamentaciones y nuestra miseria, nuestra mugre, nos daba un billete de ferrocarril para un puesto fronterizo. Nuestro jefe lo revendía en la estación de Barcelona. Nos indicaba también los robos que se podían cometer también en las iglesias ─ a lo que no se atrevían los españoles ─ o en los chalés elegantes: era, en fin, él mismo quien nos llevaba a los marineros ingleses u holandeses a quienes nos debíamos prostituir por unas cuantas pesetas.
Así robábamos a veces y cada robo nos daba un respiro momentáneo. Una vela de armas precede a cada expedición nocturna. El nerviosismo provocado por el miedo, por la angustia, a veces, facilita un estado vecino de las disposiciones religiosas. Tengo, entonces, tendencia a interpretar el menor accidente. Las cosas se convierten en señal de suerte. Quiero encantar a las potencias desconocidas de las que me parece depender el éxito de la aventura. Ahora bien, intento encantarlas por medio de actos morales, por medio de la caridad en primer lugar: doy más y mejor a los mendigos, cedo mi asiento a los ancianos, les cedo el paso, ayudo a los ciegos a cruzar las calles, etcétera. Así es como si reconociera que el robo es presidido por un dios a quien agradan las acciones morales. Estas tentativas para lanzar una red azarosa en la que se deja capturar el dios del que no sé nada me agotan, me sacan de quicio, favorecen más eses estado religioso. Comunican al acto de robar la gravedad de un acto ritual. Este se llevará a cabo verdaderamente en el corazón de las tinieblas, a las cuales se añade el que tenga lugar de preferencia de noche, mientras la gente duerme, en un lugar cerrado, y estando quizá uno mismo enmascarado de negro. El hecho de andar de puntillas, el silencio, la invisibilidad que necesitamos incluso en pleno día, las manos a tientas que organizan en la sombra gestos de una complicación, de una precaución insólita ─ girar la simple empuñadura de una puerta necesita una multitud de movimientos, cada uno de los cuales tiene el destello de la faceta de una joya ─ (al descubrir el oro me parece que lo he des; los negros me rodean; con sus lanzas envenenadas amenazan mi cuerpo indefenso, pero, como la virtud del oro actúa, un gran vigor me derriba o me exalta, las lanzas se bajan, los negros me reconocen y soy de la tribu), la prudencia, la voz susurrada, el oído atento, la presencia invisible y nerviosa del cómplice y la comprensión de su menor seña, todo nos recoge en nosotros mismos, nos apiña, hace de nosotros una bola de presencia que tan bien describen las palabras de Guy:
─ “Se siente uno vivir.”

Cuatro horas en Sabra y Chatila
Para mí, como para el resto de la población que quedaba, deambular por Chatila y Sabra se parecía al juego de la pídola. Un niño muerto puede a veces bloquearuna calle, son tan estrechas, tan angostas,y los muertos tan cuantiosos. Su olor es sin duda familiar a los ancianos: a mí
no me incomodaba. Pero cuántas moscas. Si levantaba
el pañuelo o el periódico árabe puesto sobre
una cabeza, las molestaba. Enfurecidas por mi gesto,
venían en enjambre al dorso de mi mano y trataban
de alimentarse ahí. El primer cadáver que vi era el de
un hombre de unos cincuenta o sesenta años.
Habría tenido una corona de cabellos blancos si una
herida (un hachazo, me pareció) no le hubiera abierto
el cráneo. Una parte ennegrecida del cerebro estaba
en el suelo, junto a la cabeza. Todo el cuerpo estaba
tumbado sobre un charco de sangre, negro y coagulado.
El cinturón estaba desabrochado, el pantalón
se sujetaba por un solo botón. Las piernas y los
pies del muerto estaban desnudos, negros, violetas y
malvas: ¿quizá fue sorprendido por la noche o a la
aurora?, ¿huía? Estaba tumbado en una callejuela
inmediatamente a la derecha de la entrada del campamento
de Chatila que está frente a la embajada de
Kuwait. ¿Cómo los israelíes, soldados y oficiales,
pretenden no haber oído nada, no haberse dado
cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el
miércoles por la mañana? ¿Es que se masacró en
Chatila entre susurros o en silencio total?
Las fotografías no captan las moscas ni el olor
blanco y espeso de la muerte. Tampoco dicen los saltos
que hay que dar cuando se va de un cadáver a otro.
Si miramos atentamente un muerto, sucede un
fenómeno curioso: la ausencia de vida en un cuerpo
equivale a la ausencia total del cuerpo o más bien a
su huida ininterrumpida. Aunque nos acerquemos,
creemos que no lo tocaremos nunca. Eso si lo contemplamos.
Pero si hacemos un gesto en su dirección,
nos agachamos junto a él, le movemos un
brazo, un dedo, de repente se vuelve presente e incluso amigo.
(...)El cuerpo de un hombre de treinta a treinta
y cinco años estaba tumbado boca abajo. Como
si todo el cuerpo no fuese más que una vejiga con
forma humana, se había hinchado bajo el sol y por
la química de la descomposición hasta inflar el pantalón,
que amenazaba con estallar en las nalgas y en
los muslos. La única parte de su rostro que pude ver
era violeta y negra. Un poco más arriba de la rodilla,
bajo la tela desgarrada, el muslo mostraba un
tajo. Origen del tajo: ¿una bayoneta, un cuchillo, un
puñal? Unas moscas en la herida y otras alrededor.
La cabeza, más grande que una sandía —una sandía
negra. Pregunté su nombre, era musulmán.
—¿Quién es?
—Palestino —me respondió en francés un hombre
de unos cuarenta años—. Vea lo que le han hecho.
Tiró de la manta que cubría los pies y una parte
de las piernas. Las pantorrillas estaban desnudas,
negras e hinchadas. Los pies, calzados con botines
negros desatados, y los tobillos atados fuertemente
con el nudo de una soga —visiblemente resistente—
de aproximadamente tres metros de largo, que
yo colocaba para que la señora S. (americana) pudiese
fotografiar con precisión. Pregunté al hombre de
cuarenta años si podía ver la cara.
—Si quiere véalo, pero usted mismo.
—¿Quiere ayudarme a girarle la cabeza?
—No.
—¿Lo han arrastrado por las calles con esta cuerda?
—No lo sé, señor.
—¿Quién lo ha atado?
—No lo sé.
—¿La gente del comandante Haddad?1
— No lo sé.
—¿Los israelíes?
—No lo sé.
—¿Los kataeb?2
—No lo sé.
—¿Lo conocías?
—Sí.
—¿Lo has visto morir?
—Sí.
—¿Quién lo ha matado?—No lo sé.
(...)Anoto esto ahora, en este punto de mi narración,
sin saber del todo por qué: “Los franceses tienen la
costumbre de emplear la sosa expresión ‘trabajo
sucio’, pues bien, igual que el ejército israelí ha
encargado ‘el trabajo sucio’ a los kataeb, o a la gente
de Haddad, los laboristas han hecho rematar ‘el trabajo
sucio’ al Likud, Begin, Sharon, Shamir”3. Cito
a R., periodista palestino, todavía en Beirut, el
domingo 19 de septiembre.
En medio, cerca de ellas, de todas las víctimas
torturadas, mi espíritu no puede deshacerse de esta
“visión invisible”: ¿cómo era el torturador? ¿quién
era? Lo veo y no lo veo. Me arranca los ojos y su
forma será para siempre la que dibujan las poses,
posturas, gestos grotescos de unos muertos devorados
al sol por nubes de moscas.
Al irse tan rápido (¡los italianos, llegados en
barco con dos días de retraso, salieron en aviones
Hércules!), los marines americanos, los paracas franceses
y los bersaglieri italianos que constituían la
fuerza de interposición de Líbano, un día o treinta y
seis horas antes de su partida oficial, como si huyeran,
en la víspera del asesinato de Bechir Gemayel,
¿se equivocan acaso los palestinos al preguntarse si
americanos, franceses e italianos habían sido advertidos
de que hacía falta largarse para no verse involucrados
en la explosión de los kataeb?4
—Se han ido muy rápido y muy pronto. Israel se
jacta y presume de su eficacia en el combate, de la
preparación de sus compromisos, de su habilidad
para aprovechar las circunstancias. Veamos: la OLP
deja Beirut gloriosamente, en un navío griego, con
una escolta naval. Be c h i r, escondiéndose como
puede, visita a Begin en Israel. La intervención de
los tres ejércitos (americano, francés, italiano) cesa el
lunes. El martes Bechir es asesinado. El [ejército
israelí] Tsahal entra en Beirut Oeste el miércoles por
la mañana. Como viniendo del puerto, los soldados
israelíes suben hacia Beirut la mañana del entierro
de Bechir. Desde el octavo piso de mi casa, con unos
gemelos, los vi llegar en fila india: una sola fila. Me
extrañé de que no pasase nada puesto que un buen
fusil de mira telescópica debería haberlos abatido a
todos. Su ferocidad los precedía.
Los carros tras ellos. Después los jeeps.
Cansados de una tan larga marcha matutina, se
pararon cerca de la embajada de Francia, dejando
que los tanques los precedieran, entrando de lleno
en Hamra9. Los soldados espaciados de diez en diez
metros, se sentaron en la acera, el fusil apuntado al
frente, la espalda apoyada en la pared de la embajada.
El torso muy grande, me parecían boas que
tuviesen dos piernas extendidas ante ellos.
“Israel se había comprometido ante el representante
americano, Habib10, a no poner los pies en
Beirut Oeste y sobre todo a respetar las poblaciones
palestinas de los campamentos de refugiados. Arafat
tiene todavía la carta en la que Reagan le promete lo
mismo. Habib habría prometido a Arafat la liberación
de nueve mil presos en Israel. El jueves empiezan
las matanzas de Chatila y Sabra. ¡El “baño de
sangre” que Israel pretendía evitar aportando orden
a los campamentos !”... me dice un escritor libanés.
“Será muy fácil para Israel librarse de todas las
acusaciones. Ya los corresponsales de todos los periódicos
europeos se ocupan de excusarlos: ninguno
dirá que durante las noches del jueves al viernes ydel viernes al sábado se hablaba hebreo en Chatila.”
(...)La mujer palestina —puesto que yo no podía
salir de Chatila sin ir de un cadáver a otro y este
juego de la oca conduciría fatalmente a este prodigio:
Chatila y Sabra arrasadas por la batalla de las
inmobiliarias con el fin de reconstruir sobre este llanísimo
cementerio— la mujer palestina probablemente
era mayor, puesto que tenía el pelo gris.
Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada
sobre sillares, ladrillos, barras de hierro torcidas, sin
confort. Antes de nada me sorprendí por una extraña
trenza de cuerda y tela que iba de una muñeca a
la otra, manteniendo así los dos brazos abiertos en
horizontal, crucificados. La cara negra e hinchada,
levantada hacia el cielo, mostraba una boca abierta,
negra de moscas, con dientes que me resultaron
muy blancos, una cara que parecía, sin que un músculo
se moviese, o bien hacer muecas o bien sonreír
o proferir un alarido silencioso e ininterrumpido.
Sus medias eran de lana negra; el vestido de flores
rosas y grises, ligeramente remangado o demasiado
corto, no lo sé, dejaba ver lo alto de las pantorrillas
negras e hinchadas, siempre con delicados tintes
semejantes al malva y al violeta de las mejillas. ¿Eran
hematomas o el efecto natural de la putrefacción al sol?
—¿Le han pegado con la culata?
—Mire, señor, mire sus manos.
No me había fijado. Los dedos de las dos manos
estaban desplegados en abanico y los diez estaban cortados
con una cizalla de jardinero. Los soldados, riendo
como niños y cantando alegremente, se habían
divertido descubriendo esta cizalla y utilizándola.
—Mire, señor.
Las puntas de los dedos, las falanges con la uña,
yacían en el polvo. El hombre joven que me mostraba,
con naturalidad, sin ningún énfasis, el supli-
cio de los muertos, recubrió tranquilamente con
una tela la cara y las manos de la mujer palestina, ycon un cartón rugoso sus pierna(...)
—¿Adónde vas?
—A buscar ayuda. Soy el enterrador. Han bombardeado
el cementerio. Todos los huesos de los
muertos están al descubierto. Hay que ayudarme a
recoger los huesos.
Esta amiga creo que es cristiana. También me dijo:
“Cuando la bomba de vacío —llamada de implosión—
mató a doscientas cincuenta personas, nosotros
sólo teníamos una caja. Los hombres cavaron
una fosa común en el cementerio de la iglesia ortodoxa.
Llenábamos la caja e íbamos a vaciarla. Íbamos
y veníamos bajo las bombas, retirando los
miembros y cuerpos como podíamos”.
Desde hacía tres meses las manos tenían una
doble función: por el día, coger y tocar, por la
noche, ver. Los apagones obligaban a esta educación
de ciego, igual que a la escalada bi o tridiaria del
acantilado de mármol blanco, los ocho pisos de la
escalera. Tuvimos que rellenar de agua todos los
recipientes de la casa. El teléfono fue cortado cuando
los soldados israelíes y las inscripciones hebraicas
entraron en Beirut Oeste. Igualmente lo fueron las
carreteras. Los carros [israelíes] Merkaba, siempre en
movimiento, vigilaban toda la ciudad a la vez que
adivinábamos el espanto de los ocupantes por no
convertirse en blancos fijos. Sin duda temían la actividad
de los morabitun11 y de los fedayines que habían
podido quedarse en Beirut Oeste.
Al día siguiente de la ocupación israelí estábamos
prisioneros, pero me pareció que los invasores eran
más despreciados que temidos, causaban más desagrado
que miedo. Ningún soldado reía o sonreía.
El tiempo aquí no era para tirar arroz ni flores.
Desde que las carreteras estaban cortadas, los
teléfonos mudos, privado de comunicación con el
resto del mundo, por primera vez en la vida me sentípalestino y odié a Israel.
(...)En el inmueble que habito todos tenemos radio.
Escuchamos Radio Kataeb, Radio Mo r a b i t u n ,
Radio Ammán, Radio Jerusalén (en francés), Radio
Líbano. Sin duda, todos hacemos lo mismo.
“Estamos unidos a Israel por numerosas vías: nos
traen bombas, carros, soldados, frutas y legumbres,
y se llevan a Palestina a nuestros soldados, a nuestros
hijos... en un continuo vaivén que no cesa, como
dicen ellos, estamos unidos desde Abraham, en sudescendencia,
en su lengua, en un mismo origen...”
(...)Más aún que los hombres,
más aún que los fedayines en combate,
las mujeres palestinas parecían suficientemente fuertes
como para mantener la resistencia y aceptar las
novedades de una revolución. Ya habían desobedecido
a las costumbres: mirada directa aguantando la
mirada a los hombres, rehusaban el velo, cabellos
visibles y desnudos, voz sin fisuras. La más corta y
prosaica de sus conquistas era parte de un avance
seguro hacia un orden nuevo, por lo tanto desconocido
para ellas, pero donde presentían para ellas
mismas su liberación como un baño y para los hombres
como un orgullo luminoso. Estaban dispuestas
a convertirse a la vez en esposas y madres de héroes
como lo eran ya de sus hombres.
En los bosques de Ashlun, quizá los fedayines
soñaban con chicas, más bien cada uno dibujó sobre
sí mismo —o modeló con gestos— una chica pegada
a él, de ahí la gracia y la fuerza —entre divertidas
risas— de unos fedayines armados. No estábamos
sólo en las lindes de una pre-revolución, sino también
en las de una indistinta sensualidad. El rocío,
congelando cada gesto, le confería su dulzura.
Cada día durante un mes, siempre en Ashlun, veía
una mujer delgada pero fuerte, acuclillada a la fría
intemperie, acuclillada como los indios de los Andes,
o algunos negros africanos, los intocables de Tokio, o
los gitanos en un mercado, lista para partir en caso de
peligro, bajo los árboles, frente al puesto de guardia
—una sólida casa pequeña, construida rápidamente.
Descalza, con un vestido negro galoneado en las
mangas, esperaba. Su expresión era severa pero no de
cólera, agotada pero no cansada. El responsable del
comando preparaba una habitación casi vacía y después
le hacía una señal. Ella entraba en la habitación.
Cerraba la puerta sin llave. Luego salía, sin decir
nada, sin sonreír, y con los pies descalzos regresaba
directamente a Yeras y al campamento de Baqa12. En
la habitación reservada para ella en el puesto de guardia
supe que se quitaba las dos faldas negras, desataba
todas las cartas y sobres que estaban cosidos, hacía
un paquete y golpeaba suavemente la puerta. Entregaba
las cartas al responsable, salía, y se iba sin haber
dicho una palabra. Al día siguiente volvía.
Otras mujeres, mayores que ésta, se reían de
tener por hogar tres piedras ennegrecidas que llamaban:
“nuestra casa”. Con qué voz infantil me mostraban
las tres piedras, y a veces con las brasas encendidas,
me decían riendo: darna 5. Estas mujeres viejas
no eran parte ni de la revolución, ni de la resistencia
palestina: eran la alegría que ya no espera más.
(...)No estaban nidebajo ni encima, en un espacio inquietante donde
el menor movimiento será un falso movimiento.
¿Era firme la tierra bajo los pies desnudos de estas
octogenarias actrices trágicas sublimemente elegantes?
Cada vez lo era menos. Cuando escaparon de
Hebrón bajo las amenazas israelíes6, la tierra aquí
parecía sólida, cada uno se aligeraba y se movía sensualmente
al son de la lengua árabe. Pasado el tiempo,
esta tierra experimentó lo siguiente: los palestinos
eran cada vez menos soportables, a la vez que
estos mismos palestinos, estos campesinos, descubrían
la movilidad, la marcha, la carrera, el juego de
las ideas redistribuidas casi a diario como naipes, las
armas, montadas, desmontadas, utilizadas. Cada
mujer, a su vez, toma la palabra. Ríen. Recojo la
frase de una de ellas:
—¡Héroes! Vaya broma. He parido y azotado a
cinco o seis que están en el yebel.7 Les he limpiado el
culo mil veces. Sé lo que valen y puedo parir a más.
En el cielo siempre azul el sol continúa su trayecto,
pero todavía hace calor. Estas actrices trágicas,
a la vez recuerdan e imaginan. Con el fin de ser
más expresivas, apuntan con el índice el final de
cada período y acentúan las consonantes enfáticas.
Si un soldado jordano pasase, estaría orgulloso: en el
ritmo de las frases encontraría el ritmo de las danzas
beduinas. Sin frases, un soldado israelí, si viese a
estas diosas, les dispararía sobre el cráneo una ráfaga de metralleta.

* * *
(...)Aquí, en las ruinas de Chatila, ya no queda nada
Algunas mujeres ancianas, mudas, se esconden rápidamente
tras una puerta en la que hay un trapo
blanco clavado. Algunos fedayines muy jóvenes, a
algunos de los cuales reencontraré en Damasco.
La elección que hacemos de una comunidad concreta,
sin contar la nativa, se opera por la gracia de
una adhesión irracional, no es que la justicia no
intervenga, pero es que esta justicia y la defensa de
toda una comunidad se hace en virtud de una atracción
sentimental, incluso sensible, sensual; soy francés,
pero francamente, sin racionalismos, defiendo a
los palestinos. Tienen el derecho puesto que los
amo. ¿Pero los querría si la injusticia no hiciera deellos un pueblo vagabundo?
(...)Si la fachada está intacta, dad la vuelta a la casa, las
demás caras del edificio están acribilladas. Si ninguna
de las cuatro caras tiene fisuras, la bomba soltada
por el avión ha caído en el centro y ha hecho un
pozo de lo que era el hueco de la escalera y el ascensor.
En Beirut Oeste, tras la llegada de los israelíes, S.
me dice: “Había caído la noche y debían de ser las
siete. De pronto un gran ruido de chatarra, de chatarra,
de chatarra. Todo el mundo, mi hermana, mi
cuñado y yo corremos al balcón. Noche muy negra.
De vez en cuando destellos a menos de cien metros.
Sabes que frente a nuestra casa hay una especie de
puesto de mando israelí: cuatro carros, una casa con
centinelas ocupada por soldados y oficiales. La
noche. El ruido de chatarra que se aproxima. Los
destellos: algunas antorchas luminosas. Y 40 ó 50
niños de doce o trece años que golpean cadenciosamente
pequeños bidones de hierro, con piedras, con
martillos o con otras cosas. Gritaban muy fuerte y
acompasados: Lâ ilâh illâ Allah, Lâ Kataib wa lâ
yahud (‘No hay más Dios que Dios, no a los kataeb,
no a los judíos’)”.
H. me dice: “Cuando viniste a Be i rut y a
Damasco en 1928, Damasco estaba destruido. El
general Gouraud y sus tropas, destacamentos de
tiradores marroquíes y argelinos, habían arrasado y
devastado Damasco. ¿A quién acusaba la población
siria?
Yo:
—Los sirios acusaban a Francia de la destrucción
y las masacres de Damasco.
Él:
—Nosotros acusamos a Israel de las masacres de
Chatila y Sabra. No carguemos estos crímenes sobre
la espalda de sus sicarios, los kataeb. Israel es culpable
de haber introducido en los campamentos dos
compañías de kataeb, de haber dado las órdenes, de
haberlos animado tres días y tres noches, de haberlos
pertrechado, de haberles dado de beber y de comer,
de haber iluminado el campamento por la noche”.
De nuevo H., profesor de historia. Me dice: “En
1917 el golpe de Abraham se repitió, o si prefieres,
Dios era ya la prefiguración de lord Balfour16. Dios,
decían y dicen todavía los judíos, ha prometido una
tierra de miel y de leche a Abraham y a sus descendientes,
mientras que este territorio no pertenecía al
dios de los judíos (estas tierras estaban llenas de dioses),
este territorio estaba poblado por los cananeos,
que también tenían sus dioses, y lucharon contra las
tropas de Josué hasta robarles el célebre arca de la
alianza sin la cual los judíos no hubieran obtenido la
victoria. Gran Bretaña en 1917 todavía no poseía
Palestina (esa tierra de miel y leche), puesto que el
tratado que le concedía el Mandato todavía no había
sido firmado”.
—Begin pretende haber venido al país...
—Es el título de una película: Una ausencia tan larga.
A ese polaco, ¿lo ves heredero del rey Salomón?
(...)La soledad de los muertos, en los campamentos
de Chatila, era más sensible porque tenían gestos y
poses de las que no se habían preocupado. Muertos
de cualquier forma. Muertos abandonados. No obstante,
en el campamento, a nuestro alrededor, flotaban
todos los afectos, las ternuras, los amores en
busca de palestinos que ya no responderán.
—¿Cómo comunicárselo a los parientes que se
han ido con Arafat confiando en la promesa de
Reagan, de Mitterrand, de Pertini, de no tocar a las
poblaciones civiles de los campamentos?8 ¿Cómo
decir que han dejado masacrar a los niños, a los
ancianos, a las mujeres, y abandonado los cadáveres
sin oraciones? ¿Cómo informarles de que se ignora
dónde están enterrados?
Las masacres no se perpetraron en silencio y en la
oscuridad. Alumbrados por los cohetes luminosos
israelíes, los oídos israelíes estaban, desde el jueves
por la tarde, a la escucha en Chatila. Qué fiestas, qué
juergas han tenido lugar allí donde la muerte parecía
participar de la bacanal de los soldados ebrios de
vino, ebrios de odio, y sin duda ebrios de alborozo
por complacer al ejército israelí, que escuchaba,
miraba, animaba, reprendía. No he visto al ejército
israelí escuchando y mirando. He visto lo que hizo.
Al argumento: “Qué ganaba Israel con asesinar a
Bechir9: entrar en Beirut, restablecer el orden y evitar
el baño de sangre”.
—¿Qué ganaba Israel con la masacre de Chatila?
Respuesta: “¿Qué ganaba con entrar en Líbano?
Bombardear durante dos meses a la población civil:
expulsar y destruir a los palestinos. ¿Qué que quería
ganar en Chatila? Destruir a los palestinos”.
Mata hombres, mata muertos. Derriba Chatila.
No está ausente de la especulación inmobiliaria que
se hará en el terreno: vale cinco millones de francos
antiguos el metro cuadrado de terreno arrasado.Pero ¿cuánto valdrá limpio y saneado?
(...)Se ha escrito en los periódicos que los israelíes
entraron en el campamento de Chatila en cuanto
supieron de las masacres, y que las hicieron cesar al
momento, es decir, el sábado. ¿Qué hicieron con los
autores de la masacre? ¿Dónde están?
Tras el asesinato de Bechir Gemayel y de veinte
de sus compañeros, tras las masacres, cuando supo
que yo regresaba de Chatila, la señora B., de la alta
burguesía de Beirut, vino a verme. Subió —sin electricidad—
los ocho pisos del inmueble —la encuentro
mayor, elegante pero mayor.
—Antes del asesinato de Bechir, antes de las
masacres, tuvo usted razón al decirme que lo peor
estaba en marcha. Lo he visto.
—Ante todo no me diga lo que vio en Chatila, se
lo ruego. Mis nervios son muy frágiles, no debo fatigarlos
para poder soportar lo peor, que aún no ha
llegado.
Vive sola con su marido (setenta años) y su sirvienta
en un gran apartamento de Ras Beirut. Es
muy elegante. Muy cuidado. Sus muebles tienen
buen estilo, creo que Luis XVI.
—Sabemos que Bechir había ido a Israel. Se
equivocó. Cuando uno es jefe de Estado electo no
frecuenta a esa gente. Estaba segura de que acaecería
una desgracia. Pero no quiero saber nada. No debo
fatigar mis nervios para soportar los golpes que
todavía no han llegado. Bechir tuvo que haber
devuelto aquella carta en la que Begin le llamaba
“querido amigo”.
La alta burguesía, con sus sirvientes mudos, tiene
su propia forma de resistir. La señora B. y su marido
“no creen en absoluto en la metempsícosis”. ¿Qué
pasaría si renaciesen en el cuerpo de un israelí?
El día del asesinato de Bechir es también el día de
la entrada del ejército israelí en Beirut Oeste. Las
explosiones se aproximan al edificio en el que estamos;
al fin, todo el mundo baja a protegerse en un
sótano. Embajadores, médicos, sus mujeres, sus
hijos, un representante de la ONU en Líbano, sus
trabajadores domésticos.
—Carlos, tráeme un cojín.
—Carlos, mis gafas.
—Carlos, un poco de agua.
Los sirvientes, puesto que también hablan francés,
están admitidos en el refugio. Quizá también
hace falta protegerlos: sus heridas, su transporte al
hospital o al cementerio, ¡qué faena!
Hay que saber que Chatila y Sabra son kilómetros
y kilómetros de callejuelas estrechas —las callejuelas
son tan angostas, tan esqueléticas que dos personas
no pueden avanzar a no ser que uno de ellos
se ponga de perfil— obstruidas por escombros, bloques,
ladrillos, harapos multicolores y sucios, y por
la noche, bajo la luz de los cohetes israelíes que
alumbraban el campamento, quince o veinte francotiradores,
aun bien armados, no hubieran logrado
hacer esta carnicería. Los asesinos participaron en
gran número y probablemente también escuadras de
verdugos que abrían cabezas, tullían muslos, cortaban
brazos, manos y dedos, arrastraban, trabados
con una cuerda, a gente agonizando, hombres y
mujeres que vivían aún porque la sangre ha chorreado
abundantemente de sus cuerpos, hasta el punto
de que no he podido saber quién, en el pasillo de
una casa, había dejado ese riachuelo de sangre seca,
desde el fondo del pasillo donde estaba el charco
hasta el umbral donde se perdía en el polvo. ¿Era un
palestino? ¿Era una mujer? ¿Un falangista del que
habían evacuado el cuerpo?
Desde París, sobre todo si se ignora la topografía
de los campamentos de refugiados, se puede dudar
de todo. Se puede permitir a Israel afirmar que los
periodistas de Jerusalén fueron los primeros en darla noticia de las masacres.
* * *
(...)Se ha escrito en los periódicos que los israelíes
entraron en el campamento de Chatila en cuanto
supieron de las masacres, y que las hicieron cesar al
momento, es decir, el sábado. ¿Qué hicieron con los
autores de la masacre? ¿Dónde están?
Tras el asesinato de Bechir Gemayel y de veinte
de sus compañeros, tras las masacres, cuando supo
que yo regresaba de Chatila, la señora B., de la alta
burguesía de Beirut, vino a verme. Subió —sin electricidad—
los ocho pisos del inmueble —la encuentro
mayor, elegante pero mayor.
—Antes del asesinato de Bechir, antes de las
masacres, tuvo usted razón al decirme que lo peor
estaba en marcha. Lo he visto.
—Ante todo no me diga lo que vio en Chatila, se
lo ruego. Mis nervios son muy frágiles, no debo fatigarlos
para poder soportar lo peor, que aún no ha
llegado.
Vive sola con su marido (setenta años) y su sirvienta
en un gran apartamento de Ras Beirut. Es
muy elegante. Muy cuidado. Sus muebles tienen
buen estilo, creo que Luis XVI.
—Sabemos que Bechir había ido a Israel. Se
equivocó. Cuando uno es jefe de Estado electo no
frecuenta a esa gente. Estaba segura de que acaecería
una desgracia. Pero no quiero saber nada. No debo
fatigar mis nervios para soportar los golpes que
todavía no han llegado. Bechir tuvo que haber
devuelto aquella carta en la que Begin le llamaba
“querido amigo”.
La alta burguesía, con sus sirvientes mudos, tiene
su propia forma de resistir. La señora B. y su marido
“no creen en absoluto en la metempsícosis”. ¿Qué
pasaría si renaciesen en el cuerpo de un israelí?
El día del asesinato de Bechir es también el día de
la entrada del ejército israelí en Beirut Oeste. Las
explosiones se aproximan al edificio en el que estamos;
al fin, todo el mundo baja a protegerse en un
sótano. Embajadores, médicos, sus mujeres, sus
hijos, un representante de la ONU en Líbano, sus
trabajadores domésticos.
—Carlos, tráeme un cojín.
—Carlos, mis gafas.
—Carlos, un poco de agua.
Los sirvientes, puesto que también hablan francés,
están admitidos en el refugio. Quizá también
hace falta protegerlos: sus heridas, su transporte al
hospital o al cementerio, ¡qué faena!
Hay que saber que Chatila y Sabra son kilómetros
y kilómetros de callejuelas estrechas —las callejuelas
son tan angostas, tan esqueléticas que dos personas
no pueden avanzar a no ser que uno de ellos
se ponga de perfil— obstruidas por escombros, bloques,
ladrillos, harapos multicolores y sucios, y por
la noche, bajo la luz de los cohetes israelíes que
alumbraban el campamento, quince o veinte francotiradores,
aun bien armados, no hubieran logrado
hacer esta carnicería. Los asesinos participaron en
gran número y probablemente también escuadras de
verdugos que abrían cabezas, tullían muslos, cortaban
brazos, manos y dedos, arrastraban, trabados
con una cuerda, a gente agonizando, hombres y
mujeres que vivían aún porque la sangre ha chorreado
abundantemente de sus cuerpos, hasta el punto
de que no he podido saber quién, en el pasillo de
una casa, había dejado ese riachuelo de sangre seca,
desde el fondo del pasillo donde estaba el charco
hasta el umbral donde se perdía en el polvo. ¿Era un
palestino? ¿Era una mujer? ¿Un falangista del que
habían evacuado el cuerpo?
Desde París, sobre todo si se ignora la topografía
de los campamentos de refugiados, se puede dudar
de todo. Se puede permitir a Israel afirmar que los
periodistas de Jerusalén fueron los primeros
en dar la noticia de las masacres.
* * *
(...)Antes de la guerra de Argelia, en Francia, los árabes
no eran guapos, su aspecto era pesado, arrastrado, el
morro ladeado, pero de repente la victoria los embelleció,
pero ya, un poco antes de que fuera cegadora,
cuando más de medio millón de soldados franceses
se extenuaban y agotaban en los Aurès y en toda
Argelia, un curioso fenómeno se hizo perceptible,
modificando la cara y el cuerpo de los obreros árabes:
algo como la cercanía, el presentimiento de una
belleza todavía frágil pero que nos deslumbraría
cuando las escamas hubiesen por fin caído de su piel
y de nuestros ojos. Había que aceptar la evidencia:
se habían liberado políticamente para aparecer como
debían ser vistos, muy guapos. Del mismo modo,
escapados de un campamento de refugiados, escapados
de la moral y del orden de los campamentos,
escapados a una moral impuesta por la necesidad de
sobrevivir, escapados a la vez de la vergüenza, los
fedayines eran muy guapos; y esta belleza era nueva,
ingenua, inocente, fresca, tan viva que descubría inmediatamente
lo que la ponía de acuerdo con todas
las bellezas del mundo arrancándose la vergüenza.
Muchos de los macarras argelinos que cruzaban
Pigalle por la noche, utilizaban su situación en provecho
de la revolución argelina. La virtud estaba ahí
también. Es, creo, Hannah Arendt10 quien distingue
las revoluciones según que persigan la libertad o la
virtud —es decir, el trabajo. Haría falta tal vez reconocer
que las revoluciones y liberaciones se dan (en
el fondo) con el fin de encontrar o reencontrar la
belleza, es decir, lo impalpable, lo que sólo se
puede designar por este término.
(Esta página debía tratar sobre todo de esto: una
revolución lo es cuando ha hecho caer de los rostros
y los cuerpos la piel muerta que los reblandecía. No
hablo de una belleza académica, sino de la impalpable
—inefable— alegría de los cuerpos, de las caras,
de los gritos, de las palabras que dejan de ser mortecinas,
quiero decir una alegría sensual y tan fuerteque quiere desterrar todo erotismo ...)
(...)Un chasquido rápido enviaba el moco a las zarzas. Se
pasaban bajo las narices su manga de terciopelo con
flecos que, al cabo de un mes, estaba cubierta de un
ligero nácar. Igual los fedayines. Se sonaban como
aspiraban el rapé los marqueses, como los prelados:
un poco encorvados. Hice lo mismo que ellos, que
me lo enseñaron sin pensarlo.
¿Y las mujeres? Bordar noche y día los siete vestidos
(uno por cada día de la semana) del ajuar de
bodas ofrecido por un marido generalmente viejo y
elegido por la familia, deprimente despertar. Las
jóvenes palestinas se volvieron muy bellas cuando se
rebelaron contra el padre y rompieron las agujas y
las tijeras de coser. En las montañas de Ashlun, de
As-Salt y de Irbid, en los bosques mismos se había
depositado toda la sensualidad liberada por la revuelta
y los fusiles, no olvidemos los fusiles: eso bastaba,
todos estaban hartos. Los fedayines, sin darse
cuenta —¿de verdad?— encarnaban una belleza
nueva: la viveza de los gestos y el cansancio visible,
la velocidad del ojo y su brillo, el timbre de la voz
más clara se aliaban a la prontitud de la réplica y a
su brevedad. Y a su precisión también. Las frases largas,
la retórica sabia y voluble, las habían desechado.
En Chatila, muchos han muerto, y mi afecto y
amistad por sus cadáveres pudriéndose era grande
también porque los conocía. Ennegrecidos, infla-
dos, podridos por el sol y la muerte, seguían siendo
fedayines.
Hacia las dos de la tarde, domingo, tres soldados
del ejército libanés, apuntándome con el fusil, me
condujeron a un jeep donde dormitaba un oficial.
Le pregunté:
—¿Habla francés?
—Inglés.
La voz era seca, tal vez porque acababa de despertarlo
con un sobresalto. Miró mi pasaporte. Dijo
en francés:
—¿Viene de allá? (su dedo apuntaba a Chatila).
—Sí.
—¿Ha visto?
—Sí.
—¿Va a escribirlo?
—Sí.
Me devolvió el pasaporte. Me hizo una señal para
que me fuese. Los tres fusiles se bajaron. Había pasado
cuatro horas en Chatila. En mi memoria quedaban
alrededor de cuarenta cadáveres. Todos —digo
todos— habían sido torturados, pro b a b l e m e n t e
bajo la embriaguez, entre cantos, risas, el olor de la
pólvora y de la carroña.
Sin duda estaba solo, quiero decir que era el
único europeo (con algunas ancianas palestinas aferradas
todavía a un pañuelo blanco desgarrado; con
algunos jóvenes fedayines desarmados) pero, si estas
cuatro o cinco personas no hubieran estado allí al
descubrir yo esta ciudad abatida, los palestinos
horizontales, negros e hinchados, me hubieran vuelto
loco. ¿Dónde estaba? Esta ciudad hecha migas y
derribada que he visto o creído ver, recorrida, zarandeada
y arrasada por el olor de la muerte, todo eso,
¿había tenido lugar?
Sólo había explorado, y mal, una veinteava parte
de Chatila y Sabra, nada de Bir Hassan, y nada deBurj el Barajne22. Todo este desatino debería haber llevado
como subtítulo El sueño de una noche de verano,
a pesar del mal gesto de los cuarentones. Todo esto
era posible gracias a la juventud, al placer de estar
bajo los árboles, de jugar con las armas, de estar
lejos de las mujeres, es decir, de escamotear un problema
difícil, de ser el punto más luminoso por ser
el más agudo de la revolución, de tener el asentimiento
de la población de los campamentos de
refugiados, de ser fotogénicos en todo lo que se
haga, y quizá de presentir que este cuento de hadas
de contenido revolucionario sería dentro de poco
devastado: los fedayines no querían el poder, ya
tenían la libertad.
A la vuelta de Beirut, en el aeropuerto de
Damasco, encontré jóvenes fedayines escapados del
infierno israelí. Tenían dieciséis o diecisiete años:
reían, eran parecidos a los de Ashlun. Morirán igual
que ellos. El combate por un país puede llenar una
vida muy rica, pero corta. Es la elección, recuérdese,
de Aquiles en la Ilíada.
NOTAS A DELINCUENCIA Y PROBIDAD
1. Entrevista en Playboy, abril, 1964.
2.Vid. Berman, Antoine, GENET jean, in Dictionnaire des auteurs, Laffont-Bompiani, t.2, 1952.(Traducción Leo Castillo).
3.In Playboy, ibíd.
NOTAS A DIARIO DEL LADRÓN
1.En español en el original.
2.Me enteré por los periódicos de que, tras cuarenta años de abnegación, esta madre roció de gasolina ─ o de petróleo ─ a su hija dormida, y luego toda la casa y le prendió fuego. El monstruo (la hija) sucumbió. Sacaron de entre las llamas a la vieja (75 años) y se salvó, es decir, compareció ante el tribunal.(N. del A.)
NOTAS A CUATRO HORAS EN SABRA Y CHATILA
1.El comandante Saad Haddad dirigía la milicia llamada ejército del
Sur de Líbano (ESL), aliada de Israel y que controlaba el sur libanés
ocupado por Israel desde 1978. En 1982, el ESL siguió al ejército
israelí en su avance hacia Beirut. Haddad murió en 1984, sucediéndole
al frente del ESL el general Antoine Lahad.
2 En árabe, falangistas. El Partido Kataeb o Falange, formación de la
extrema derecha cristina maronita aliada de Israel, fue creado por
Pierre Gemayel en 1936 tras un viaje por la Europa fascista. El nombre
deriva, de hecho, de la Falange española. Fueron las milicias falangistas
(hegemónicas dentro de la estructura militar unificada de las
organizaciones políticas de la derecha cristiana libanesa, las denominadas
Fuerzas Libanesas, FL) las que perpetraron las matanzas de
Sabra y Chatila. Las FL estaban dirigidas por el menor de los hijos de
Gemayel, Bechir, elegido presidente de Líbano el 23 de agosto de
1982 con el apoyo de Israel y EEUU. Bechir Gemayel fue asesinado
el 14 de septiembre, excusa de las matanzas de Sabra y Chatila, perpetradas
durante los días 16 y 18 de septiembre, tras la entrada del
ejército israelí en Beirut Oeste esa misma madrugada.
3.El 17 de mayo de 1977 el Likud gana las elecciones en Israel y
Menahem Begin se convierte en primer ministro. Ariel Sharon es
designado ministro de Defensa.
4. Tras dos meses de combates y asedio, el mediador norteamericano
del presidente Reagan, Philip Habib, logra el compromiso de la OLP
de abandonar Beirut Oeste a cambio de garantizar la protección internacional
para la población palestina de los campamentos de refugiados
situados en la periferia sur de la ciudad, los de Sabra y Chatila,
por medio del despliegue de una fuerza multinacional de soldados italianos,
franceses y norteamericanos. Los combatientes palestinos
abandonan la capital libanesa el 1 de septiembre, y el 10 de septiembre
lo hace la fuerza multinacional desplegada. Tras el asesinato —
nunca esclarecido—, ese mismo 14 de septiembre, del recién elegido
nuevo presidente libanés, Bechir Gemayel, el ejército israelí ocupa
Beirut Oeste en contra de lo pactado con EEUU.
5. En árabe, “nuestra casa”.
6. Referencia al éxodo palestino de la guerra de 1967.
7. En árabe, monte.
L o rd Arthur James Ba l f o u r, ministro británico de Asuntos
Exteriores, escribió el 2 de noviembre de 1917 una carta al representante
de los judíos británicos en la que expresaba que el gobierno se
mostraba favorable a la creación de un “hogar nacional para el pueblo
judío en Palestina”, compromiso que se considera clave del inicio del
problema palestino. Genet señala más abajo que Gran Bretaña aún no
era entonces potencia mandataria sobre Palestina.
8. Jefes de gobierno o presidentes de los países comprometidos en la
fuerza de interposición desplegada en Beirut (véase la nota 8).
9. Genet recoge aquí la hipótesis de que Gemayel fuera asesinado
por sus propios aliados israelíes a fin de justificar un control definitivo
de Israel sobre Líbano o, al menos, la entrada de su ejército en
Beirut Oeste a fin de aniquilar definitivamente a la resistencia palestina
que aún pudiera permanecer allí y a sus aliados libaneses. En
cualquier caso, su asesinato no ha sido nunca esclarecido.
10. Filósofa alemana (1906-1975).